Un gran acontecimiento humano
"Hay que empezar de a poco para lograr grandes cosas", dice el director de orquesta Gustavo Dudamel, cuya carrera, desde sus inicios en su querida Venezuela hasta las grandes salas de concierto del mundo, es testimonio vivo de este credo. En enero y febrero de 2012, esas "grandes cosas" alcanzaron sus dimensiones más extraordinarias hasta el momento en una odisea cultural, musical, social y personal de cinco semanas conocida como "El Proyecto Mahler".
"Loco y asombroso" es como Dudamel describió una vez su "sueño largamente acariciado" de interpretar todas las sinfonías completas de Gustav Mahler en el centenario de la muerte del compositor. Este sueño se hizo realidad cuando Dudamel reunió a las dos partes de su "familia musical", la Filarmónica de Los Ángeles y la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar -compuesta por sus compañeros graduados de El Sistema, el notable sistema de educación musical nacional de Venezuela- para una empresa de impresionante ambición: dos orquestas; dos ciudades; dos países; nueve sinfonías y media, cada una interpretada en Los Ángeles y en Caracas. Decenas de proyectos educativos y de divulgación comunitaria, doscientos instrumentistas, casi dos mil cantantes, diez solistas. Y en medio de todo ello, un director de orquesta.
Ciertamente, es imposible pensar en otro músico que pudiera haber logrado esta hazaña que no fuera Dudamel. "Era un reto enorme, pero era algo que Gustavo sentía que era muy importante hacer", explica Deborah Borda, Presidenta de la Filarmónica de Los Ángeles, donde Dudamel es Director Musical desde 2009. "No hay duda de que tiene carisma, magnetismo y una notable profundidad de comprensión artística, pero Gustavo es también un líder visionario". De hecho, el Proyecto Mahler de Dudamel no fue una serie de conciertos más, sino una vívida reimaginación de las posibilidades de colaboración musical intercultural. "Fue tremendo", recuerda Borda, "ver a personas de dos países, dos ciudades y dos orquestas unidas en una visión positiva para el futuro, para su cultura, para sus comunidades, a través de la música".
En el centro de este monumental esfuerzo en Caracas, intercalado entre las apasionantes interpretaciones de la Séptima Sinfonía de Mahler con los Bolívares y la Novena Sinfonía con la Filarmónica de Los Ángeles, hubo una interpretación de la Octava de Mahler tan épica que su apodo habitual, "la Sinfonía de los Mil", se quedó irónicamente corto. "Como un nirvana" es como Dudamel describe el mar de sonido musical creado por las orquestas combinadas de la Filarmónica de Los Ángeles y la Sinfónica Simón Bolívar junto con un coro compuesto por estudiantes de El Sistema de los núcleos (escuelas de música locales) de toda Venezuela. La masa de voces era tan gigantesca que ni siquiera la directora del coro, Lourdes Sànchez, podía llevar la cuenta de cuántos niños había en el escenario. "¿Tal vez mil doscientos, tal vez mil trescientos?", sugiere. "Es como volar en un Airbus 380", dice Dudamel con una sonrisa, "te llevas a mucha gente".
Si las cifras parecen asombrosas para el público estadounidense y europeo, para los venezolanos todo esto es bastante normal. Al fin y al cabo, este es un país en el que casi 400.000 niños participan en programas de educación musical gratuitos e integrales. Y con más del 80% de ellos procedentes de los barrios más pobres y de los estratos más bajos del paÃs, son la prueba viviente de la convicción visionaria del fundador de El Sistema, José Antonio Abreu, de que "cuando le das a un niño pobre un instrumento musical, deja de ser pobre".
En el escenario de Caracas, a pesar de las marcadas diferencias de origen y circunstancias, los músicos venezolanos y sus homólogos estadounidenses parecían deleitarse compartiendo pupitre y aprendiendo unos de otros. "Lo más importante", dice el concertino del Bolívar, Alejandro Carreño, "es que nos une una idea: la de hacer belleza juntos". "Fue un gran placer actuar con nuestros colegas venezolanos", afirma entusiasmada Joanne Pearce Martin, teclista de la LA Phil. "Formamos amistades maravillosas y duraderas. Son un grupo de músicos tan exuberantes y tienen un espíritu tan maravilloso, juvenil y generoso. Y, por supuesto, Gustavo nos inspira a todos con su increíble energía".
La noche de esa notable interpretación de la Octava Sinfonía, los caraqueños jóvenes y mayores acudieron por miles al Teatro Teresa Carreño. El ambiente de júbilo y euforia que rodeaba el evento era más parecido a un partido de fútbol gigante o a un concierto de rock que a una noche de sinfonía. Entre las hordas, un padre sostenía a su hijo pequeño sobre los hombros. Habían venido caminando desde el barrio, justo en la ladera de la colina. El pequeño estudia violín en un núcleo local y, según su padre, "algún día quiere ser un gran músico como Gustavo".
Desde los pequeños comienzos hasta las alturas del nirvana, tal es el mensaje y el legado del Proyecto Mahler. "Hay que estar realmente agradecido a la vida", dice Dudamel, "por tener la oportunidad de dirigir una sinfonía como la Octava de Mahler en estas condiciones. No es sólo un gran acontecimiento musical, sino también humano". Resumiendo la realización de este mayor de los sueños no sólo como un épico logro personal y musical sino como una metáfora de un mundo mejor, Dudamel reflexiona: "Este proyecto es el símbolo de la unión - el símbolo de cómo el amor, cómo el arte, cómo dos orquestas y mil cantantes pueden convertirse en uno".
Clemency Burton-Hill
9/2012